23/04/2018

La cinta de Mariano Llinás se quedó con el galardón principal de la competencia, un reconocimiento a otra forma de hacer cine


Terminó el 20º BAFICI, el festival de cine independiente más importante de la región, que volvió a mostrar esa curiosa y feliz contradicción de ver salas llenas para ver documentales experimentales sobre el modo en que el cine ha retratado las estrellas, cine europeo de autores consagrados, películas de 14 horas o cintas no narrativas (todas, en el marco del mismo y felizmente ecléctico evento) en una época donde ni los tanques de Hollywood prometen gran entusiasmo de los espectadores, cada vez más adecuado al cine desde el sillón.


Y aunque los premios son de ínfima importancia para los espectadores (y, más en general, siempre arbitrarios: ¿qué constituye una “mejor película”?) la gran galardonada de esta edición, “La Flor”, asoma como una premiada significativa: un “gesto”, una declaración de principios para esta era donde el cine independiente ha quedado reducido al circuito festivalero y atado a una estética surgida de la necesidad que ha terminado influyendo (en una generalización espectacularmente inadecuada pero con visos de verdad) en las temáticas que reflejan estos otros cines.


Pero Llinás demostró con su épica de 14 horas desbordadas de cine que desde los bordes de la industria, sin apoyos del INCAA o de privados, se puede indagar en el lenguaje cinematográfico y explorar géneros y estéticas, sorteando todas las dificultades desde el ingenio para crear y para contar: la cinta, rodada en 10 años, viaja de Budapest a Corea, filma en Rusia, explora la provincia de Buenos Aires, filma espías y momias desechando los efectos especiales y recurriendo incluso a las más primitivas formas de registro cinematográfico (el cine silente y la cámara oscura).


Pero, ¿es el premio a “La Flor” un premio meramente político, entonces? Sí y no: los jurados consideraron el significado político, el manifiesto de El Pampero, en estos días de cines nacionales sin presencia en las boleterías, subsistiendo en los circuitos alternativos, en épocas donde el cine de género solo parece poder emanar de la anabolizada industria; es, también, un premio a la gimnasia cinematográfica, a los recursos para contar desde el bajo presupuesto, a la épica de filmar durante diez años desde la independencia; pero también es insoslayable la excelencia de la experiencia resultante, un viaje que entusiasma a cada paso al espectador, que baña de cine a los espectadores, que los introduce en un universo de juegos narrativos que podría habitar infinitamente (quizás, ese fue el sueño truncado de Llinás: en algún momento tenía que poner fin a su dispositivo de generar historias).


La edición número 20 del BAFICI tuvo varios momentos que emocionaron a la cinefilia (vinieron Garrel y Waters) y varias valiosas cintas entre su inagotable selección de 400 filmes (en las competencias, además de la de Llinás, brillaron “Azougue Nazaré”, “As boas maneiras”, y argentinas como la osada “Las hijas del fuego”, “Casa propia” y “El silencio es un cuerpo que cae”; fuera de competencia se vieron joyitas como “Las Vegas”, “An elephant sitting still”, “Grass”, y otro acto de amor por el cine y la artesanía: “Isla de perros”). Pero en su desborde de pasión y cine, Llinás dejó marcadas a fuego las imágenes y experiencias más fuertes del festival.


 


 


Fuente: El Día


 

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